Comentario
El estallido de la guerra resulta, por tanto, inevitable desde la óptica del historiador, pero la actividad diplomática de las semanas inmediatamente precedentes tuvo unas consecuencias en gran medida inesperadas. Para los aliados occidentales, la colaboración de Stalin con Hitler -Pacto germano-soviético de 23 de agosto de 1939- pudo suponer una sorpresa, que de hecho no debieran haber tenido, porque el dictador soviético ya había aportado indicios de cuál sería su posición final. Para Hitler, las sorpresas fueron mayores e incluso más graves. Hasta el final, guardó la esperanza de que sus adversarios no aceptaran el enfrentamiento bélico, pero, sobre todo, confiaba en la colaboración de aquellas potencias con las que había contado como aliados -Italia y Japón, que llevaba muchos meses combatiendo en China y contra la URSS-, pero que se negaron a alinearse con el Reich en un conflicto que les resultaba ajeno por completo. Quizá por eso la reacción pública en Alemania ante la noticia de la guerra no provocó excitadas manifestaciones callejeras de entusiasmo como las que se habían visto en el verano de 1914. En Francia, la declaración de guerra a Alemania, el día 1 de septiembre de 1939, fue recibida con resignación y en Gran Bretaña, con resolución, a pesar de que -como afirmó Chamberlain- lo sucedido dejaba convertidos todos sus propósitos en "un amasijo de ruinas".
Pero mucho mayor interés que esta reacción psicológica inmediata tiene, para el posterior desarrollo de los acontecimientos, la planificación estratégica de cada uno de los beligerantes, así como los medios que tenían a su disposición en el momento en que se abrió el conflicto.
Comenzando por quien lo provocó, hay que concluir que Hitler tenía un conjunto de obsesiones muy insistentes, pero no propiamente un plan bélico ni tampoco objetivos que pudieran ser calificados de precisos. Su obsesión era la expansión hacia el Este, pero era consciente de que no le sería tolerada sin derrotar previamente a las potencias occidentales. Había manifestado el deseo alemán de recuperar las colonias perdidas durante la Primera Guerra Mundial pero, en cambio, nada había dicho acerca de sus posibles deseos respecto a las fronteras occidentales de su propio país. En ese momento hacía tan sólo un mes que el alto mando alemán empezó a planificar la invasión de Polonia, señal evidente de esa carencia de designios claros a medio plazo. En mayo de 1939, Hitler les anunció a sus generales la posibilidad de una guerra larga, pero en realidad lo hizo porque la guerra era para él algo así como el estado natural de la Humanidad. Desde un principio imaginó el conflicto bélico como un hecho de corta duración y resuelto de manera decisiva gracias al modo de ofensiva empleado.
En realidad, esta estrategia partía de las obvias debilidades de Alemania. Aunque estuviera preparándose para la guerra desde el momento mismo de la llegada de Hitler al poder, a medio plazo su porvenir en un conflicto no era esperanzador, porque tanto sus adversarios claros -Gran Bretaña y Francia- como los presumibles -Estados Unidos- tenían un potencial económico muy superior. En el terreno militar, sin embargo, aparte del gran peso demográfico del Reich, Hitler tenía a su favor una capacidad bélica superior a la de cualquiera de sus enemigos efectivos por separado y, en aviación, estaba por encima de todos ellos en conjunto. A un plazo más largo, sin embargo, aparecerían las dificultades de aprovisionamiento en materias primas, pues no sólo Alemania carecía de petróleo, sino que su industria de guerra dependía del mineral de hierro escandinavo. La denominada "Guerra relámpago" -Blitzkrieg- era, pues, para Hitler una obligación impuesta por las circunstancias. Claro está que en este terreno tuvo una intuición que fue plenamente acertada. Despreció por completo la superioridad francesa en artillería pesada, que consideraba obsoleta, y puso todo el énfasis en la utilización de las unidades blindadas y los bombarderos ligeros que penetrasen con decisión en el mecanismo defensivo enemigo. La "Guerra relámpago" también suponía la utilización del lanzallamas y el proyectil de carga hueca, para romper la fortificación adversaria. Como se verá, sin esta estrategia es inimaginable el desarrollo de la guerra, aunque no siempre obtuvo éxito.
Consciente de ese mismo punto de partida, Gran Bretaña pensó en serio que la guerra sería larga (la previsión -siete años- fue superior al plazo real) y confió en que se impondría, como en 1918, el potencial económico. Tampoco tenía otro remedio porque, tras la anterior guerra, había eliminado el servicio militar obligatorio y reducido sensiblemente los efectivos profesionales, sin rectificar este rumbo hasta pocos meses antes del conflicto. Protegida por el mar y por su flota, Gran Bretaña confiaba también en la posible capacidad decisoria del bombardeo estratégico. De hecho, en este terreno su capacidad bélica era superior a la alemana, aunque disponía de menor número de aparatos.
La estrategia británica, aparte de remitirse al medio plazo, desde el punto de vista geográfico ponía su confianza en los movimientos tácticos periféricos. Los planes imaginados incluían, por ejemplo, ataques a Italia en Libia (caso de ser beligerante), la destrucción del aprovisionamiento petrolífero alemán en los Balcanes o el ataque desde Noruega a las minas suecas, donde Hitler se surtía de hierro. En realidad, las debilidades británicas eran mucho mayores que las que pudieran derivarse del mero retraso de su preparación bélica.
Sus rutas de aprovisionamiento, en el Atlántico y el Mediterráneo, eran demasiado extensas y su Marina, aun siendo muy superior a la alemana, había quedado en gran medida obsoleta. Las nuevas unidades seguían siendo, en buena proporción, barcos de superficie tradicionales y no portaaviones, y muchas de las antiguas eran inferiores en armamento a los acorazados o cruceros de bolsillo alemanes. Era previsible que, con el transcurso del tiempo, Alemania consiguiera incrementar el número de sus submarinos y pudiera llegar a poner en peligro las rutas del Imperio británico, que no previó ese riesgo hasta sus últimos extremos. Gran Bretaña, en fin, no podía como en otros tiempos establecer un verdadero bloqueo del Continente, porque carecía de fuerzas suficientes para ello.
Los problemas de Francia resultaban todavía más graves, a pesar de que su Ejército seguía siendo considerado como el mejor de Europa desde el final de la Gran Guerra. Como podría luego comprobarse, ello no era cierto, pero sobre todo los problemas de la Tercera República eran de carácter más general. El general De Gaulle los resumió en sus Memorias de Guerra, indicando que se trataba de un régimen que, a pesar del prestigio obtenido con su anterior victoria, carecía de una dirección consecuente con ella. Sus políticos, valiosos considerados individualmente, en conjunto habían sido incapaces de permanecer unidos en busca de objetivos comunes y de ejercer el debido liderazgo sobre la Europa continental. A partir de 1918 y con el transcurso del tiempo, Francia había llegado a convertirse en un país profundamente pesimista con respecto a sus propias posibilidades. Algo totalmente injustificado y que tuvo directas consecuencias respecto a su estrategia en el nuevo conflicto.
Verdad es que éste se inició de una forma que tenía que ser perjudicial para Francia. Aunque el número de las divisiones francesas y el de las alemanas era aproximadamente igual, las primeras se encontraron mucho más dispersas a lo largo de los frentes. El mando debió tener en cuenta la existencia de fronteras poco seguras -la italiana, pero también la española- y la necesidad de mantener una fuerza suficiente en las colonias, en especial en el Norte de África. De esa manera se concedió, en la práctica, una manifiesta superioridad al adversario alemán allí donde su ataque podía ser decisivo; superioridad que incluso aumentó como consecuencia de la defensiva estática en que se basó toda la estrategia francesa desde el comienzo mismo del conflicto. Una decena de divisiones permanecería encastillada en sus fortalezas, concediendo de este modo la superioridad material al adversario, cuyo mayor peso demográfico le aseguraba, además, una efectiva victoria a medio plazo.
La tragedia de los dirigentes franceses fue que su victoria en la anterior guerra les había hecho confiarse, propiciando no sólo el envejecimiento de su maquinaria militar sino también el mantenimiento de unos principios estratégicos obsoletos. Para Gamelin, su figura militar más destacada, las batallas de la nueva guerra no serían más que una reproducción de Verdún y el Somme, de modo que el atacante tendría todas las desventajas. Se aceptaba la manifiesta superioridad alemana en aviación, pero no se previeron sus letales efectos en lo que respecta al bombardeo de asalto. No se tuvo en cuenta en absoluto el radical envejecimiento de los medios de comunicación propios: los franceses seguían recibiendo sus instrucciones por teléfono, mientras que los alemanes lo hacían a través de la radio.
Pero, sobre todo, para Francia gran parte de las realidades bélicas de la "Guerra relámpago" resultaba sencillamente inconcebible. No existió la superioridad alemana en carros de combate pero, contra la opinión de De Gaulle, Francia los utilizó como acompañamiento de unidades de infantería en lugar de hacerlo en unidades propias, como lo hizo Alemania con resolutivos efectos. Para los franceses, el paso de los carros alemanes por una zona de suelo ondulado como eran Las Ardenas resultaba inconcebible e inimaginable. Eso explica que en esta zona ni siquiera tuvieran reservas capaces de taponar una eventual ruptura del frente por parte del adversario.
Una vez más, nos encontramos con la realidad de que gran parte de la debilidad de los agredidos derivó del hecho de que no consideraban posible lo que estaban haciendo los agresores. Bélgica, por ejemplo, quiso mantenerse neutral como si eso le ofreciera una garantía, pero, al no permitir que los aliados avanzaran sus defensas, en la práctica se condenó al suicidio. Polonia tuvo la pretensión de asustar a Alemania con la amenaza de la apertura de un doble frente, pero acabó padeciéndolo ella misma. Cuando se inició el conflicto sólo ella confiaba en aguantar más allá de algunas semanas frente a su poderoso adversario.